La tarde caía con un calor dorado sobre la piscina del hotel boutique. El murmullo del agua y las risas suaves llenaban el aire mientras los cuerpos bronceados descansaban bajo las sombrillas.
Ella apareció como salida de una postal: rubia, elegante, con una sonrisa tan brillante como el reflejo del sol en el agua. Su esposo, un ejecutivo distraído por llamadas de trabajo, se había quedado en la habitación. Mientras tanto, ella se entregaba al momento con una copa de vino blanco entre los dedos.
Cerca del borde de la piscina, dos hombres negros conversaban animadamente. Altos, atléticos, con esa presencia que se impone sin esfuerzo. El cruce de miradas no tardó. Una sonrisa por aquí, un comentario casual por allá… El lenguaje sutil del juego social comenzaba a fluir.
No hubo nada escandaloso. Solo el arte del coqueteo inocente: miradas prolongadas, una risa más sonora de lo habitual, el roce accidental de una mano al pasar la copa. Un instante suspendido, donde las normas se aflojan y la rutina parece lejana.
Cuando el sol comenzó a esconderse, ella se levantó con gracia, dedicó una última sonrisa encantadora y desapareció entre las cortinas de lino que separaban la piscina de los pasillos del hotel.
Nada ocurrió. O quizás sí, pero solo en la imaginación de los presentes.