Ella recibía flores cada semana, perfumes en fechas especiales y joyas que brillaban más que la luz del sol. Desde afuera, cualquiera pensaría que tenía una vida de ensueño, un marido detallista y generoso. Pero detrás de cada obsequio había un silencio incómodo, una ausencia que no podía disfrazarse con papel de regalo.
Él sabía cómo sorprenderla con objetos, pero nunca con gestos que la hicieran sentir vista, escuchada o verdaderamente amada. Los regalos se acumulaban en cajones y vitrinas, como símbolos de un afecto superficial que nunca lograba tocar su corazón.
Ella entendió, con el tiempo, que lo que más necesitaba no podía comprarse: respeto, complicidad, ternura. Y aunque agradecía cada presente, empezó a preguntarse si no era momento de regalarse a sí misma lo que tanto le faltaba: una vida donde el amor no se midiera en cosas, sino en la autenticidad de los actos...
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